LA VIDA SIN ATAJOS
El camino más largo, José Luis Gallero. Monosabio poesía, Málaga, 2006.
Por Julio Reija
Sofocar, prevalecer, dar la tabarra: eso es lo que hoy en día se suele entender por comunicar. Vivimos en una época de desvalorización del razonamiento individual, en la que el grito y la presencia-insistencia mediática han substituido a la argumentación y la sugerencia reflexiva (o reflexión sugerente). En medio de este coro de mugidos, por suerte, de cuando en cuando pueden entreoírse susurros razonables como los que contiene El camino más largo, de José Luis Gallero, que tratan de compartir, sin imponerlas, ciertas intuiciones en las que la inteligencia fenoménica, la ética y la estética caminan cogidas de la mano (como ya lo hicieran en los textos de algunos de los pocos autores que el propio Gallero cita, como Heráclito, Séneca o Montaigne).
Pero que nadie piense que estamos ante un ensayo o una colección de aforismos al uso: se trata del retrato multifacetado de una vida experimentada desde el pensamiento poético (de ahí su fragmentación; como ya decía M. Tsunenori, los escritores de poesía tienen un curioso método a la hora de intentar aprehender el mundo: se ponen a deletrearlo). Nos topamos aquí con la mano (en el corazón) de uno de esos valiosos escritores que no acosan al lector con sus tribulaciones identitarias o unas pirueteantes demostraciones de su documentadísima erudición o su sabiduría ontológica, sino que exponen sus deseos, sus preocupaciones y los paisajes interiores y exteriores de su vida tan sólo en la medida en que son universales, espejo de mano que el lector podrá desplazar frente a sí, mostrando diversos detalles de su anatomía, hasta que encuadre sus propios ojos mirando a quien los mira. Y eso se debe al hecho de que Gallero se sabe un principiante más entre nosotros. De ahí surge la humildad de sus razonamientos: «Sólo se vive una vez. ¿Existe peor contratiempo para un ser cuya condición esencial es la de principiante?».
Ciertamente, sólo se vive una vez, pero el río nace y muere continuamente: siempre surge de la fuente al mismo tiempo que desemboca en el mar. Así opera la vida en su conjunto, si bien cada individuo es como una gota concreta, siempre fundida con todas las demás, pero recorriendo el cauce sólo una vez. (Es la dualidad onda-corpúsculo de la vida, que es a la vez general y concreta.) Adentrarse en los textos de Gallero es como zambullirse en una zona de ese río con bastante corriente: es refrescante, y al mismo tiempo requiere un esfuerzo. La mente se abre allí buscando los huecos entre las distintas dinámicas del agua donde deberá introducirse, como una palanca, el brazo en su brazada. Uno llega a saborear, como una intuición, la potencia del manantial, su transcendencia, presente e invisible de mil formas diversas en cada meandro del río, hasta acabar en el mar.
Durante todo el libro Gallero se mueve por el plano de la intuición razonante, marcando en rojo vivo algunos de los puntos de su recorrido. En ese sentido El camino más largo es una suerte de topografía, un cuaderno de bitácora que abarca diez años de exploraciones interiores. No en vano, en su primera sección, Cactus, se nos presenta una serie de descripciones reflexivas que rozan el género de la literatura de viajes. En ellas aparecen, durante breves instantes, lugares y personajes; pero no como meros telones de fondo para la divagación, sino en primerísimos planos reflexivos de algunos rasgos, pequeños pero perfectamente enfocados, del rostro de la realidad. Y Gallero logra llevar esto a cabo precisamente porque prescinde de la ampulosa pretensión de ver la totalidad de la imagen, y dedica sus fuerzas a intuirla y razonarla, tal y como hicieron muchos de los miembros más valiosos de esa corriente de pensamiento que aspira a unificar la sensibilidad y la razón, y que rechaza las burdas oposiciones que han atenazado a Occidente desde que olvidó la herencia oriental en la que hunde sus raíces el pensamiento crítico-filosófico. En cierto momento el autor nos recuerda que «Existe una necesidad incesante de ensanchar la realidad» (a lo que añade que «ésa es por excelencia la tarea de la poesía»). Es por eso que todo el libro, pese a su fragmentación, posee (en palabras de su autor) «una exigua tensión argumental» que (en palabras de uno de sus lectores) narra sus vivencias durante nuestro largo viaje de vuelta a la lejanía.
La parte central del libro, que él define como un «núcleo autobiográfico», está compuesta por ciertos retazos de su cotidianeidad, diminutos recuerdos y confesiones que sirven como anclajes genealógicos (en el sentido nicheano) para una serie de diálogos consigo mismo (es en ese sentido que son textos autobiográficos, mucho más que por su contenido: porque buena parte de la belleza de este libro radica justo en lo personal de sus reflexiones, en la implicación absoluta del autor como emisor y receptor de cada uno de sus razonamientos). Parafraseando uno de estos enriquecedores textos, podría decirse que Gallero, en este libro, se finge escritor, pero en realidad es un semantizador: hace desaparecer las palabras, aglutina su ritmo y sus imágenes hasta amasar un significado denso y rico, que la personal levadura de cada lector hará leudar en su propio horno.
Así pues, el autor parte siempre de lo concreto para tejer con ello sus impresiones transcendentes (en lugar de basarse en convicciones abstractas y generales o hipótesis de trabajo conceptuales), ya sea a partir de sus observaciones del entorno (como en el paradiario Cactus), de sí mismo (como en el núcleo del libro) o de una realidad para él cotidiana como el acto y las motivaciones de la escritura, presente sobre todo en el último tercio del libro, Escorias, de tono ligeramente más ensayístico.
En este último apartado Gallero dice, citando a Maiakovski, que el poeta ha de ser un maestro de la vida, aunque inmediatamente expresa sus dudas sobre la capacidad del poeta para lograrlo, tanto por lo solitario del camino y su tortuosidad como porque lo mismo puede siempre transformarse en lo otro, la capacidad de búsqueda y la danza en puro cemento en nuestros pies. Y la causa de todo ello es que, como tan bellamente expresa, «Vida y muerte se disputan la eternidad de un instante en que todo ha entrado en juego». Para Gallero buscar la verdad, agrandar nuestro mundo, limitado por la opacidad y la confusión es, y debe ser, jugársela, ponerse en juego, en el sentido más estricto, lúdico y grave a la vez, en la encrucijada donde se intersecan verdad y belleza, donde siempre se han podido ver, ahorcados a merced de los vientos de la historia, los esqueletos de papel de tantos buscadores de la realidad. («Los niños inventan la magia. Los poetas mueren por ella.») El autor parece sostener además la tesis de que el poeta, en tanto que buscador de la verdad, vive en la contradicción (otro tipo de encrucijada), o, más bien, que si y sólo si se sumerge en la correcta relación de los contrarios puede encontrar la verdad («de la debacle de los contrarios rescata contradicciones acordes»).
Los razonamientos de Gallero tienen la misma contundencia de la palabra de un niño, y como ésta dicen las verdades que más importan: las que siempre hemos tenido delante de las narices, pero hemos olvidado (o mejor: obviado) a causa del cinismo que hemos ido aprendiendo por las malas con el paso de los años. Estos textos, que en pocas ocasiones llegan a rozar el aforismo, nos hacen recordar humildemente la estrecha (y muchas veces tempestuosa) relación que siempre han mantenido la poesía y la filosofía, y guardan en sí, como toda reflexión profunda y asistemática, la fascinación de lo entrevisto, la humildad de una verdad que se presiente y se busca (búsqueda en la que casi siempre nos perdemos, aunque «Todo lo que se pierde guía nuestros pasos»), y de la que podemos ver detalles, pero nunca el perfil completo.
Todos estos pensamientos en prosa, cargados de una profunda poética de la reflexión, esbozan una única figura, que nos da la mano y nos dice «Ven conmigo, emprendamos juntos la senda de la verdad, la que nos mantendrá más tiempo juntos, el camino más largo».